Si el factor sorpresa es importante siempre en la política, mucho más lo es cuando se trata de planes económicos de shock: su propio éxito depende de que se pueda planificar con sigilo y que, al momento de anunciarse el congelamiento de las variables, no haya posibilidad de que los diferentes actores adopten medidas defensivas.
Así pasó con los más famosos programas de estabilización, como el plan Austral de 1985, que en estos días ha sido nuevamente estudiado por el éxito inicial. Llevó a que una inflación galopante de 20% se redujera a apenas un 2% mensual y, sobre todo, le permitió al gobierno de Raúl Alfonsín cambiar el humor social y ganar las elecciones legislativas que se realizaron cinco meses después del lanzamiento.
Quienes hayan leído el famoso libro «Diario de una temporada en el quinto piso» de Juan Carlos Torre -elevado a best seller por Cristina Kirchner, cuando se lo envió como regalo de cumpleaños a Alberto Fernández– tal vez se extrañarán al leer sobre la previa al lanzamiento del plan: meses de debate interno, redacción de papers y adopción de medidas previas antes del lanzamiento, sin que se haya filtrado información que arruinara el anuncio.
Claro, no eran tiempos de redes sociales y, por lo tanto, la circulación de los rumores no tenía la velocidad de hoy. Pero aun así, era evidente la preferencia por el sigilo que preservara el efecto sorpresa.
Esas experiencias contrastan notablemente con el estilo de gestión del actual Gobierno, que debate los temas en público y hasta suele anunciar con varias semanas de antelación la adopción de futuras medidas. El resultado de esa práctica es que todos los actores eventualmente afectados por las decisiones tienen tiempo para tomar las medidas que más los favorezcan.
Y, como consecuencia, el efecto de las medidas suele comprometerse o, al menos, ver atenuada su efectividad.
Fue lo que se constató en las últimas semanas, cuando desde el Gobierno se filtró la información de que el equipo del ministro Sergio Massa estudiaba la posible aplicación de un plan de shock consistente en un congelamiento temporario de precios y otras variables económicas, como el tipo de cambio y las tarifas.
Si los empresarios tenían motivos para remarcar precios, ante la continua alza de sus costos, estos rumores supusieron un aliciente extra, dado que se enfrentaban ante la eventualidad de tener que hacer frente a gastos más onerosos -por ejemplo, por aumentos de proveedores, en servicios profesionales y salariales- sin posibilidad de cubrirse.
Pisando el acelerador de los precios
Es por eso que a ningún economista extrañó la aceleración de precios, que llegó a un impactante 2,8% para el rubro alimentos en la primera semana de octubre, según relevaron consultoras privadas como LCG y el estudio Ferreres.
La previsión de la consultora Eco Go es que el mes terminará con alimentos subiendo al 7,4%, es decir una magnitud mayor que la de septiembre.
En definitiva, contradiciendo al ministro Massa, que dijo que se espera un sendero descendente de la inflación mes a mes, los economistas tienden a creer que puede haber una aceleración en el final de año.
Un informe de Econviews advierte que el IPC de octubre posiblemente se ubicará otra vez encima del 7%, por el efecto de la suba de alimentos, sumada a la suba de precios regulados, como la medicina prepaga, la nafta y la tarifa eléctrica.
Y advierte: «La desaceleración del consumo masivo puede tener un efecto moderador, pero la indefectible corrección de tarifas y tipo de cambio que en algún momento se deberá llevar adelante nos lleva a proyectar una inflación de 110% para fin de 2023».
Lo peor de todo es que en el mercado creen que, en buena medida, lo que aceleró los precios fue el anuncio extraoficial de un plan de shock, aderezado por el debate político sobre la necesidad de achicar los márgenes de ganancia de las grandes empresas, sobre todo las del sector alimenticio.
Desde el kirchnerismo se viene insistiendo con el tema, así como sobre la baja eficacia de los actuales mecanismos de control como el programa «Precios Cuidados». Y se reclamó la aplicación de «mano dura» para eventuales incumplimientos, con la herramienta de la Ley de Desabastecimiento.
Ante la intensificación del debate, ocurrió el efecto inverso al buscado: se han visto en los supermercados listas de remarcación con cifras que llegaron al 20% para algunas categorías.
El tema enojó al Gobierno, como quedó en evidencia con la participación en el coloquio IDEA del secretario de Industria, José Ignacio de Mendiguren.
«Muchos empresarios, ante ese panorama gris de hace 60 días, se cubrieron con precios y después ese escenario no se dio, pero los precios no bajaron», dijo el secretario, que generó polémica en el foro empresarial.
De Mendiguren dijo expresamente que no habría un congelamiento de precios sino un intento de desindexación, con el objetivo de cambiar las expectativas y romper la inercia inflacionaria. En otras palabras, que precios y salarios dejen de ajustarse tomando como referencia la inflación pasada.
Pero, a juzgar por la dinámica de los precios en los últimos días, la estrategia salió mal: se está remarcando como si fuera a ocurrir un congelamiento, aun cuando el propio Massa haya dicho que no está en sus planes.
De la «guerra contra la inflación» al «dólar Qatar»
Lo cierto es que al Gobierno sus propios antecedentes no lo ayudan: ya lleva varias situaciones en las que, por anunciar anticipadamente la toma de medidas, logra el efecto inverso al buscado.
En 2020, cuando se producía un furor de compras de dólares al precio oficial, los funcionarios se pusieron a debatir en público sobre la necesidad de cortar esa hemorragia de reservas, con lo cual la demanda se hizo más fuerte -llegó a un récord de u$s900 millones en agosto de ese año- hasta que finalmente el Banco Central adoptó medidas.
Ya este año, en marzo, el presidente Alberto Fernández anunció que se declararía «la guerra contra la inflación», pero entre el anuncio y la implementación de las primeras medidas pasaron cinco días, un período en el cual los comercios realizaron aumentos preventivos.
El resultado fue desastroso: marzo terminó con un IPC del 6,7%, empeorando la marca de los meses previos. Y gran parte de los aumentos, sobre todo los de productos como lácteos y panificados, se produjeron tras el anuncio de la «declaración de guerra».
Situaciones similares se produjeron en variados ámbitos. Por caso, el anuncio de que se estaba pensando en un mecanismo de incentivo para la exportación de soja hizo que en agosto los envíos al exterior cayeran a mínimos históricos.
Puesto en cifras, se vendió apenas 1,3 millón de toneladas, un 36% menos que el mismo mes de 2021. Una situación que no extrañó a nadie, porque entre los productores ya se había generado una fuerte expectativa por un dólar especial para el sector, que finalmente llegó, a un cambio de $200 por dólar liquidado. El resultado fue que en septiembre Massa celebró la exportación de 14 millones de toneladas, que dejaron u$s8.000 millones, pero en buena medida se trataba de granos que habían sido retenidos justamente por la filtración de las noticias sobre un dólar sectorial.
En otro ámbito, algo similar se vivió con el «dólar Qatar»: desde la primera vez que se admitió públicamente que se analizaba la medida hasta que, efectivamente, se hizo el anuncio, transcurrió más de un mes. En ese período, todos los que tenían previsto viajar para ver a la Selección Nacional en el Mundial se apuraron a comprar vuelos, entradas, estadías y otros gastos. Y lo mismo hicieron quienes ya tenían programado vacacionar en el exterior en el verano.
La prueba de ello es que en septiembre se incrementó la salida de divisas en el rubro «viajes, pasajes y otros pagos con tarjeta», según se puede inferir de la recaudación del impuesto PAIS: los argentinos pagaron $146.696 millones por sus compras dolarizadas, lo cual, a un tipo de cambio promedio de $149, significa que le pidieron al Banco Central nada menos que u$s980 millones.
Esto representa el pico de demanda de divisas del año, que había empezado en un promedio mensual de u$450. Claro que, en contraste, es probable que la demanda caiga a niveles mínimos en octubre, pero lejos de ser ello un indicador de eficacia del «dólar Qatar», es una confirmación de que se produjo el «efecto adelantamiento de consumo».
Desindexar: fácil de decir y difícil de hacer
Pese a las experiencias negativas, el Gobierno está insistiendo en la misma línea: anuncia con antelación la adopción de medidas, lo cual da margen para que los eventualmente perjudicados adopten estrategias defensivas. En el caso del plan anti-inflacionario, no solamente es un estímulo para la remarcación de precios, sino también una señal a los dirigentes sindicales para apurarse a negociar paritarias.
Ocurre que Massa ya dejó entrever cuál será su propuesta en la mesa tripartita de negociaciones. Quiere un programa de «Precios Justos» que incluya la impresión del precio en el packaging de los productos de consumo masivo. Esto será monitoreado por un tablero electrónico online con el sistema de controladores fiscales.
Y, en simultáneo, se buscará que los incrementos salariales se moderen de manera de no poner en riesgo los puestos de empleo y, además, que no empujen a las empresas a trasladar los mayores costos salariales a los precios.
«El riesgo es que bajen los ritmos de ajuste de salarios y tipo de cambio, pero no se logre cortar la inercia inflacionaria en el precio de bienes y servicios. Eso podría generar una fuerte presión para una corrección abrupta de precios que desencadenaría un ciclo inflacionario más complejo que el actual», advierte un informe de la administradora de inversiones Mega QM.
Fuente: https://www.iprofesional.com/economia/371262-precios-la-gran-amenaza-al-congelamiento-que-quiere-el-gobierno